Hiendelaencina,
ciudad de los gusanos.
Estoy
atrapado en un pozo bajo las últimas luces del atardecer. Sobre mí, a más de treinta metros, hay una
rejilla de hierro hasta la que he conseguido ascender en tres ocasiones pero
que no he podido abrir, ni siquiera mover, en ninguno de mis intentos. Creo que
no tengo fuerzas para iniciar otro ascenso. La última caída me ha destrozado un
tobillo y tengo los dedos desangrados. Hace horas que deambulo desorientado por
las galerías de esta antigua excavación minera, huyendo del ruido de mis
propios pasos o de otros que no son los míos y que resuenan como un chasquido
gelatinoso, dado el estado de nerviosismo en que me encuentro no puedo asegurar
nada, además, este rumor constante dentro de mi cabeza, como de gusanos a la
hora de la cena, no me deja pensar con claridad. Gusanos. Supongo que alguien
llegará aquí algún día y encontrará el cuaderno de notas que perdí junto con mi
mochila, donde se explica detalladamente toda mi investigación sobre las minas
de Hiendelaencina, pero por si esto no sucediera, voy a dedicar mis últimos
momentos de cordura para intentar plasmar en estas hojas, que guardo en mi
forro polar, el relato de la espiral que me ha llevado a esta ciudad de
anélidos.
Mi
nombre es Andrew Gustavson, soy ingeniero de minas. En febrero de 1994 la
empresa de explotación minera alemana Heidelberg
A.D.S. se puso en contacto conmigo con la intención de extraer el
mineral de las famosas minas de plata de Hiendelaencina, cuyo filón subterráneo
podría ser el más productivo de toda Europa. Mi misión era la de elaborar un
proyecto en el cual se estableciera el coste de la extracción del metal una vez
dinamitado y tunelado el terreno.
El catorce
de marzo, de este año 1994, me presenté en Hiendelaencina con todo mi equipo
cargado en la furgoneta, al día siguiente me esperaban los dueños de la antigua
mina de Santa Catalina, abandonada desde principios de siglo, para mostrarme
las instalaciones derruidas y el terreno en el que se encontraba el filón de
plata a más de seiscientos metros de profundidad.
Mi
primer paseo por las calles de Hiendelaencina, bajo un viento frío de cuchillo
carnicero, hizo que me sintiese atrapado en un vacío de soledad. Las calles
parecían el escenario de un western crepuscular; grandes avenidas simétricas,
caserones coloniales de ancho sillar, pequeños ventanales enmarcados en piedra,
tejados de pizarra, fachadas de un blanco grisáceo, mujeres ocultas tras las
ventanas y un lugareño de rostro agrietado, con un palillo en la boca, que me
dio los buenos días. Hiendelaencina llegó a tener 5.000 habitantes en el último
cuarto del siglo XIX cuando se inició la extracción de la plata del Filón Rico
(más de tres kilómetros de filón), ahora su población no pasa de 150.
Al
día siguiente, bien de mañana, los
propietarios me acompañaron para que conociese las distintas minas; La
Salvadora, Mala Noche, La Suerte, La Fuerza, San José, La Verdad de los
Artistas, Santa Catalina y un largo etcétera de nombres diluidos en el pasado.
También pude ver los pozos sellados, campamentos mineros, construcciones para
decantación, hornos de ladrillo, todo en estado de abandono. Después de un
copioso almuerzo bajo los robles que embellecían el paisaje me despedí de ellos
y así comencé a preparar mi equipo de medición de barrido para la posterior
utilización de un penetrómetro hidraúlico. Cuando tuve todo a punto me adentré
en una de las casetas de acceso al interior de la mina de Santa Catalina.
Un largo pasadizo inclinado derivaba en el laberinto de galerías
excavadas a pico y pala. La imagen
me
extremeció, no pude remediar dejarme llevar por el pensamiento de cuanta gente habría
dejado allí sus vidas para el enriquecimiento de otros, esos mismos otros que
ahora me habían contratado para servirles la riqueza en bandeja de plata. Tras
una primera inspección por las galerías regresé a la superficie por unas escaleras
talladas en piedra que me llevaban a un portón de salida, del que tuve que
retirar unas gruesas vigas de madera para poder salir afuera.
Terminé
la tarde inspeccionando uno de los pozos sellados que agujereaban el paisaje.
Tras picar la capa de cemento que cubría la rejilla conseguí adentrarme en él
con mi linterna frontal dejando mis manos libres.
Descendí por una escalera de
hierros incrustados en la pared de piedra y comencé a caminar por uno de los
últimos túneles que arrancaban del hueco principal. Al poco tiempo de andar me
di cuenta de que las ramificaciones comenzaban a crecer sin ningún tipo de
orden y que corría el riesgo de perderme si no preparaba un sistema de cuerdas
que me permitiese volver al punto de partida, así que decidí volver hacia atrás
y retornar al exterior. De regreso me fijé en una puerta de hierro que antes
había pasado por alto. Estaba cerrada con una fuerte barra de acero y un viejo
candado. Pensé que no sería difícil forzarlo pero no podía detenerme, pues comenzaba
a anochecer y aún tenía que andar un buen trecho hasta llegar a la furgoneta.
Llegué
a casa ya bien entrada la noche. Mientras se terminaban de cocer las lentejas
con chorizo y morcilla me puse a leer algunos libros sobre las minas. Al
parecer un agrimensor navarro, Pedro Esteban Gorriz, fue quien dio con el filón
del Canto Blanco en 1844. Se formó una sociedad de inversores para la
explotación, entre los cuales se encontraba gente de diversa índole: administradores
de fincas, empresarios y hasta un catedrático de química de París, pero el personaje que más me llamó la atención fue
Eugenio Pardo y Andán, que en aquel momento era sacristán en Bujarrabal y
archivero de la catedral de Sigüenza. Las minas funcionaron durante más de medio
siglo hasta que sus últimos propietarios, Bontoux y Rotschild, las cerraron en
1926. Tras leer un par de escritos más, referentes a la producción de la
explotación durante todo ese tiempo, terminé leyendo unos artículos publicados
en periódicos de Guadalajara sobre las revueltas mineras de la época provocadas
por las condiciones laborales y la gran cantidad de muertos en las minas. Esa
noche me fui a dormir bastante tarde,
pero mis sueños me devolvieron a las minas, a sus túneles y pasadizos y a
aquella puerta de hierro que tanto me había llamado la atención.
Al
día siguiente me fui al ayuntamiento para llamar a mis jefes. Cuál fue mi
sorpresa cuando me comunicaron que la operación estaba paralizada, que esperase
allí unos días pero que no llegaban a un acuerdo con los propietarios del
terreno ni con el ayuntamiento. Esta noticia me cayó como jarro de agua fría,
tenía muchas esperanzas depositadas en este trabajo. Esa misma mañana volví a
la mina. Cargado con un buen rollo de cuerda y una palanca bajé por el pozo que
la tarde anterior había abierto. Rápidamente encontré la puerta y en un momento
logré forzar el candado. Bajo la luz de mi linterna pude ver una angosta
habitación, con un escritorio carcomido, diversos archivadores adosados a la
pared y un armario con una vitrina de cristal.
Pasé un tiempo revisando
carpetas con listados de trabajadores, materiales, presupuestos, estudios de
profundidad y espesores, calidad de la plata extraída, permisos de explotación…poco
o nada que sirviese para mi trabajo si es que llegaba a realizarlo algún día.
Me fijé en una gruesa carpeta de cuero labrada con las letras E.P.A. Contenía
manuscritos muy antiguos y varios bocetos de algo que parecían torres. Por mera
curiosidad y escasez de escrúpulos de acopio de lo ajeno la cargué conmigo para
llevármela a casa y dedicarle un tiempo mientras permanecía en el pueblo hasta
nueva orden. De regreso a la superficie entré en un par de galerías más del
primer nivel, tan irregulares como las que antes había visto. En mi camino fui
dejando una guía de cuerda para facilitar mi próxima incursión hasta que salí a
la boca del pozo. Volví a casa, era ya hora de comer.
Después
de una comida frugal, la inquietud por el contenido de aquella carpeta me
superaba, me tumbé a revisar los documentos que había traído. Como era de
suponer las iniciales de la carpeta correspondían al nombre de Eugenio Pardo y
Andán. Imaginad mi sorpresa cuando vi
que no eran otra cosa que manuscritos escritos en latín por un maestro
constructor del s.XII. Mis conocimientos de latín me permitieron leerlos sin
ninguna traba. Según estos manuscritos a principios del s.XII el Maestro Bohar
llegó desde Francia a Atienza para edificar la Iglesia de San Bartolomé, sus
conocimientos sobre la construcción habían sido aprovechados por distintas
órdenes monásticas del sur de Francia. Decidió levantar la Iglesia de San
Bartolomé, como había sucedido con muchas otras, sobre un círculo solar de
culto tribal. Esta tribu invocaba a un
dios-gusano, Boor-Nhogbalchsh, y fue
totalmente aniquilada por un grupo de mercenarios arévacos contratados por los
romanos. Aunque celebraban sus ritos en este lugar, tenían ubicado su
asentamiento cerca del río Bornova, en lo que ahora vendría a ser el pueblo de
Hiendelaencina y sus alrededores.
La lectura de los manuscritos me llevó casi toda la semana. Comencé a
escribir en un cuaderno todo lo que iba descubriendo sobre este extraño
misterio. Esperando una respuesta de mis jefes pasé el tiempo entre mis lecturas
y pequeñas incursiones a las minas. En todo este tiempo no conseguí conciliar
el sueño. Terribles pesadillas me convertían en el propio Bohar perdido por los
túneles y perseguido por sus extraños habitantes para entregarme en un ritual
al dios-gusano.
Una
mañana me acerqué por el archivo local para informarme mejor del final de la
explotación minera a principios de siglo. Al parecer la rebelión de los obreros
llegó a ser determinante. El número de muertos en las minas crecía de forma
exponencial, las muertes superaban el número de accidentes laborales. Además
nunca se conseguían encontrar los cuerpos; los encargados alegaban que era por
derrumbamientos y era demasiado peligroso intentar recuperarlos. Todo comenzó cuando un día, trabajando a más
de trescientos metros de profundidad, dinamitaron una zona de la que comenzó a
manar un fluido verde oliva, viscoso, del que emanaban unos gases que causaron
la muerte a todos lo que allí se encontraban. Ante esta situación los mineros
se negaron a volver a trabajar, salvo un grupo de ellos, no más de treinta, que
decidieron volver a la mina tras más de dos meses de inactividad. Estos últimos
se dedicaron a realizar los trabajos necesarios para dar por concluido el
cierre de la mina. Los patronos alegaron causas de pérdidas económicas y en un
breve periodo de tiempo las minas se cerraron.
Pregunté
entre los lugareños para ver si alguien me podía informar de primera mano de
cómo sucedieron los acontecimientos. El silencio y la divagación fueron su
primera y última respuesta. Sin embargo, una tarde, aquel abuelo del perenne
palillo en la boca, se acercó para hablar conmigo. En el pueblo decían que se
había quedado tarado tras una explosión en la mina y que decía cosas muy raras.
Él formó parte de los últimos hombres que trabajaron en la mina. Al principio
sólo me contaba locuras de abuelo senil, pero cuando empecé a hablarle de lo
que había leído en los manuscritos que encontré su rostro empalideció rápidamente.
-Entonces
tú también lo sabes, ¿has visto a los gusanos? – me preguntó- ¿También sueñas
que eres ese maldito Bohan? Eugenio Pardo y Andán descubrió en los archivos de
la catedral los manuscritos de Bohan, así supo que esos hombres gusano cavaron
una caverna de plata donde albergar a su dios. Allí lo encerraron y nosotros
destapamos su sepultura. ¡Aléjate pronto de aquí si no quieres que esos gusanos
acaben dentro de tu cabeza como lo están dentro de la mía! Mi cabeza está llena
de galerías cavadas a mordiscos y muy pronto también lo estará la tuya. Si
quieres acabar con tu vida solo tienes que entrar en la mina por la chimenea de
ladrillo que se ve cerca de la carretera. Esa es la entrada de su morada.
Sin tan siquiera despedirme de él corrí a casa a preparar las maletas
para marcharme. Una vez lo tuve todo preparado un dolor agudo se encendió
dentro de mi cabeza. Era como el ruido de la carcoma. Mis pupilas empezaron a
dilatarse y la voz de Bohan, gritaba dentro de mí y me pedía que entrase en la
mina por la chimenea.
Como
poseído monté en mi furgoneta y según me acercaba al lugar indicado el dolor
mitigaba hasta desaparecer por completo cuando me encontré frente a la boca de
la chimenea. Cargado de mi mochila, linterna frontal, arnés, cuerda y
mosquetones me dispuse a bajar. A pocos metros encontré un pasadizo que llevaba
directamente al cuarto nivel de la mina. Avanzaba impulsado por una fuerza
esclavizadora y empecé a notar cómo me costaba andar, la superficie se tornaba
cada vez más pegajosa. Un susurro se dejó oír no lejos de allí. Tenía que
agarrarme a las piedras de las paredes para continuar avanzando; de esta manera
pude notar el cambio de textura de las mismas. Aquello ya no era pizarra.
Deslumbrado por la luz que emitían tardé en darme cuenta de las inscripciones
que llenaban todo el túnel que desembocaba en una gran sala plateada. Narraban
la historia de unos seres nacidos de la tierra, una especie de hombres que
andaban arrastrándose y que adoraban a un dios gusano, gigante, al que
agasajaban con ofrendas que no eran otras que sus propios congéneres. La voz de
Bohan irrumpió súbitamente dentro de mí.
-No
te resistas, nada puedes hacer, deja que guíe tus pasos hacia la morada de Boor-Nhogbalchsh, tú eres la carne que
le dará vida-. En ese momento perdí totalmente el conocimiento.
Desde
entonces no sé cuánto tiempo ha transcurrido. Desperté con mi ropa rasgada en
medio de la oscuridad. Mi mochila no seguía conmigo.
No hay heridas en mi cuerpo salvo un leve
orificio a la altura del hipotálamo. He deambulado durante días por los túneles
hasta que he encontrado una luz que da al exterior, esto por lo menos me ha
permitido controlar los días que pasan.
No he conseguido dormir ni un momento, cuando me quedo recostado a
descansar mi mente se somete a la voz de Bohar y a las imágenes de un altar
donde soy entregado al dios-gusano. Siento cómo crece el ruido de los gusanos
que se alimentan dentro de mi cabeza. El mero hecho de volver a enfrentarme a
la oscuridad me aterroriza.
Creo
que estas son mis últimas palabras, cada vez se acerca más un aullido
terregoso y el ruido de piedras
arrastradas. Pronto conoceré mi fin.
(Relato para el "Reto Fanzine 2012" - Albacete.
Publicado en el fanzine "La Gallina" )